1 Entre tanto para tus santos había una grandísima luz. Los egipcios, que oían su voz aunque no distinguían su figura, les proclamaban dichosos por no haber padecido ellos también;
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2 les daban gracias porque agraviados no se vengaban y les pedían perdón por su conducta hostil.
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3 En vez de tinieblas, diste a los tuyos una columna de fuego, guía a través de rutas desconocidas, y sol inofensivo en su gloriosa emigración.
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4 Bien merecían verse de luz privados y prisioneros de tinieblas, los que en prisión tuvieron encerrados a aquellos hijos tuyos que habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Ley.
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5 Por haber decretado matar a los niños de los santos, salvándose de los hijos expuestos uno tan sólo, les arrebataste en castigo la multitud de sus hijos y a ellos, a una, les hiciste perecer bajo la violencia de las aguas.
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6 Aquella noche fue previamente conocida por nuestros padres, para que se confortasen al reconocer firmes los juramentos en que creyeron.
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7 Tu pueblo esperaba a la vez la salvación de los justos y la destrucción de sus enemigos.
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8 Y, en efecto, con el castigo mismo de nuestros adversarios, nos colmaste de gloria llamándonos a ti.
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9 Los santos hijos de los buenos ofrecieron sacrificios en secreto y establecieron unánimes esta ley divina: que los santos correrían en común las mismas aventuras y riesgos; y, previamente, cantaron ya los himnos de los Padres.
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10 A estos cánticos respondía el discordante clamor de sus enemigos, se disfundían los lamentos de los que lloraban a sus hijos.
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11 Un mismo castigo alcanzaba al esclavo y al señor; el hombre del pueblo sufría la misma pena que el rey.
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12 Todos a la vez contaban con muertos innumerables abatidos por un mismo género de muerte. Los vivos no se bastaban a darles sepultura, como que, de un solo golpe, había caído la flor de su descendencia.
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13 Mantenidos en absoluta incredulidad por los artificios de la magia, acabaron por confesar, ante la muerte de sus primogénitos, que aquel pueblo era hijo de Dios.
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14 Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera,
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15 tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio. Empuñando como afilada espada tu decreto irrevocable,
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16 se detuvo y sembró la muerte por doquier; y tocaba el cielo mientras pisaba la tierra.
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17 Entonces, de repente, sueños y horribles visiones les sobresaltaron, les sobrevinieron terrores imprevistos.
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18 Aquí y allá tendidos, ya moribundos, daban a conocer la causa de su muerte,
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19 pues los sueños que les habían pertubado, se lo habían indicado a tiempo para que no muriesen sin saber la razón de su desgracia.
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20 También a los justos les alcanzó la prueba de la muerte; una multitud de ellos pereció en el desierto. Pero no duró la Cólera mucho tiempo,
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21 que pronto un hombre irreprochable salió en su defensa. Con las armas de su propio ministerio, la oración y el incienso expiatorio, se enfrentó a la ira y dio fin a la plaga, mostrando con ello que era en verdad siervo tuyo.
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22 Y venció a la Cólera no con la fuerza de su cuerpo, ni con el poder de las armas, sino que sometió con su palabra al que traía el castigo recordándole los juramentos hechos a los Padres y las alianzas.
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23 Cuando ya los muertos, unos sobre otros, yacían hacinados, frenó, interponiéndose, el avance de la Cólera y le cerró el camino hacia los que todavía vivían.
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24 Llevaba en su vestido talar el mundo entero, grabados en cuatro hileras de piedras los nombres gloriosos de los Padres y tu majestad en la diadema de su cabeza.
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25 Ante esto, el Exterminador cedió y se atemorizó; pues era suficiente la sola experiencia de tu Cólera.
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